Escribir sobre Rosa de Santa María no ha sido fácil. Se debe atender al pensamiento de la época y discernir entre los testimonios que suelen magnificarse. Rosa, además, no tuvo una mentalidad común. Acaso la tuvo sencilla, pero el gran silencio que guardó toda su vida hace difícil acercarse a ella. Lo que dijo es poco, lo que escribió fue menos, y lo que la gente opinó fue bastante más. Rosa no era una persona común. Era ascética con incursiones teológicas o casi teóloga entregada a las vivencias místicas. Era atípica.
Su vida la desarrolló en dos casas: la del arcabucero Gaspar Flores, su padre, donde estuvo 27 años, y la del contador Gonzalo de la Maza, donde moró los cuatro últimos de su existencia. Durante la mayor parte de estos años, su presencia fue un acto de fe, esperanza y caridad, fervor y penitencia, lealtad inquebrantable a la Iglesia tridentina y un inconmensurable amor a Dios. Su amor a Dios era infinito. Si para gloriar a Dios nació, Rosa no desperdició un momento de su vida y murió impregnada del amor divino. Su camino fue secreto, silente y eficaz, ajeno a toda vanagloria y lucimiento, honesto, sufriente y tenaz. A Rosa no le importaba la opinión de los hombres; solo le importaba la opinión de Dios. Por eso, acaso sin saberlo, siguió el camino de la santidad.