Los acontecimientos que rodearon la caída en pendiente de Pedro Pablo Kuczynski (PPK) nos dicen claramente que la calidad de la democracia que tenemos ahora, se parece mucho al régimen que se desintegró a fines de los 90 en cuanto a sus falencias, puntualmente en sus contenidos y formas corruptas.
Así, los ajustes y correcciones que propuso la buena voluntad del presidente Martín Vizcarra debieron empezar por aceptar que el tiempo corría en contra del sistema político: luego de casi dos décadas, la promesa democrática se transformó en una deuda crecientemente frustrante para los peruanos. Lo que tenemos como resultado es un indignante aplazamiento de las reformas por la calculada inacción de la mayoría congresal, que se sumó a la inoperancia del Ejecutivo. Hoy, para todos los efectos, hay un evidente déficit de capacidad de respuesta de las políticas públicas hacia lo que desea la gente.
La forma como se ha estructurado la política peruana, ante la carencia de partidos políticos que merezcan en algo tal nombre, está lejos de las normas y compromisos que suponíamos. Así, la defensa de la política se ha convertido en una urgencia, y no la haremos adecuadamente si no sinceramos nuestra idea de los políticos. Porque nada favorece más a los corruptos que la generalización de la sospecha y hacer que cunda el «que se vayan todos», por eso, aunque suene ingenuo o desfasado, debe defenderse la primacía del honor de los políticos responsables, precisamente para que queden nítidamente definidos los que no lo son.