Héctor Martínez Carpio formó parte de la movida poética de los años ochenta en Arequipa. Sus primeros poemas circularon en plaquetas y revistas de los años noventa, en los que la rebelión de los poetas parecía atravesar los resquicios de una tensa calma auspiciada por la ofensiva neoliberal, la globalización y las fórmulas del mercado transnacional.
Eran los años finales del siglo XX y las visiones apocalípticas del fin del mundo, junto a la agonía del colectivismo y la pérdida de la fe en las humanidades, se instalaban en las mentes de los seres más sensibles que trataban de ubicarse o asimilar el nuevo orden mundial al que el país debía alinearse y no se volviera a pasar una vez más el tren de la historia.
Entonces la poesía debió abrirse paso en ese “mundo ya perdido y fragmentado” con su vano intento de “completar la realidad, mediante una combinación de palabras que se alejan de la trivialidad y de la originalidad extrema; bajo algunos signos reconocibles y un rictus de cuidadosa ironía que se resiste a morir con lo absurdo”
Esa es la conciencia poética que ha guiado a Héctor Martínez en la escritura de este poemario que se inicia con el epígrafe: “No invento, sólo transmito” de Emanuel Swedenborg (1688-1772), ese polígrafo sueco nacido en Londres que abandonó sus investigaciones científicas para dedicarse a la investigación teológica, psicológica y filosófica con el fin de hacer descubrir a los hombres una “espiritualidad racional”.
El poeta es también un intérprete del mundo, un pasajero que nos “transmite”, goces, padecimientos, sueños o visiones, acerca de la singular y mayor aventura del hombre sobre la tierra: la vida, cuyo destino final es el morir y que en el otro epígrafe que anuncia el libro de Héctor Martínez se identifica: Alter Orbis que tiene otra luna, otro sol y otras estaciones.