El quechua no es ninguna excepción. Una familia de lenguas y dialectos estrechamente emparentados entre sí, hoy en día se le habla más que cualquier otro grupo amerindio comparable; se calcula que hay ocho a diez millones de quechuahablantes que viven sobre todo en Bolivia, Ecuador y el Perú. El quechua, asimismo, carga con un fuerte estigma, y la mayoría de sus hablantes son o bien agricultores de subsistencia o inmigrantes rurales en las ciudades que no tienen ninguna otra opción que abandonarlo rápidamente a favor del español, la lengua dominante. Su papel como medio de comunicación escrito va desde muy limitado a cero. La condición subyugada del quechua es más marcada en el Perú, que, de estas tres naciones andinas es la que concentra al mayor número de hablantes y la mayor variedad de formas de quechua (cf. Mannheim, 1991, pp. 80-109). En suma, el quechua es la lengua de los pobres y marginales en una parte pobre y marginal del mundo. Sin embargo, luego de la conquista tuvo una importancia estratégica para los intereses imperiales hispanos, al ser hablado ampliamente en una zona caracterizada por una inmensa riqueza mineral (plata fundamentalmente) y una densa población nativa sedentaria que estuvo unificada administrativamente bajo el Imperio incaico.