Aunque la historiografía contemporánea haya privilegiado comprender el devenir de nuestras naciones desentrañando los procesos que las envolvieron, lo cierto es que la historia que nos ha quedado para la posteridad no es sino el relato de esos procesos: ese conjunto de palabras que dan cuenta de ellos y que repetimos como el mantra que sostiene la fe en lo que aún somos o anhelamos ser. En dicho escenario, el discurso es el sismógrafo que recoge las fluctuaciones en el ánimo popular, un instrumento que da cuenta de una fuerza, de una tensión social que va en aumento y con la que se adquiere la insoslayable responsabilidad de establecer: una tarea pendiente, ese hacer urgente, ineludible, que obliga a la sociedad a poner en ella todo su empeño y su determinación; un destino, al que miran, ahora, plenamente convencidas, las muchedumbres; y un compromiso, aquel que inevitablemente refrenda el líder con su pueblo y con la historia. En resumen, y aunque de esto no hayan sido muy conscientes nuestros más recientes protagonistas de la política, todo discurso supone una palabra empeñada con la posteridad.