Una persona, como cualquier persona, se encuentra en una habitación, como cualquier otra. No se puede determinar quién es, ni su edad, ni su sexo biológico, ni el color de su mirada. Lo único que se percibe son sus intenciones.
En un determinado momento, el silencio es alterado una y otra vez por dos constantes sonidos: el choque entre una taza y su plato —gracias a las manos temblorosas del desquiciado ser— y su respiración agitada. Todo este nerviosismo se detiene cuando el sonido envolvente de un par de gotas cayendo sobre el oscuro líquido parece poner punto final a tan osada aventura. Alguien va a morir.