Confinado en solitario en sus ochenta y cinco metros cuadrados, Luciano —piurano en Bélgica— teletrabaja en pijamas y sin afeitarse. Piensa en tirar el televisor por la ventana para no escuchar nunca más la palabra COVID. En su tiempo libre, que es mucho, revisa perfiles en Tinder, habla con el cactus que compró en Ikea, toma cerveza mirando por la ventana, se pregunta si la ansiada nueva normalidad será mejor que la vieja, la del ruido y la furia. Pedalea 12 kilómetros para ver a sus hijos. Se las juega para visitar a su francesita. Intenta, infructuosamente, cocinar. Mejor no pensar, pensar es vivir inquieto, se dice, pero se angustia ante la incertidumbre, las informaciones contradictorias, los cientos de WhatsApp que infectan su teléfono.