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ISBN 978-612-5031-01-3

Historia inicial de Arequipa
el quehacer de la ciudad y el extremo sur de América desde el Protocolo de Alonso de Luque, 1539-1544


Autor:Fuentes Rueda, Helard
Editorial:Universidad Católica de Santa María
Materia:Geografía e historia
Público objetivo:General
Publicado:2021-06-01
Número de edición:1
Número de páginas:489
Tamaño:29.7x21cm.
Encuadernación:Tapa blanda o rústica
Soporte:Impreso
Idioma:Español

Reseña

La existencia de Arequipa, en el tiempo y el territorio, se remonta a la época del hombre primordial recolector, pescador y cazador, tanto costeño como andino, el que dejó sus huellas hacedoras en los trazos artístico-mágicos de las cuevas de Sumbay. Este hilo umbilical se pone de manifiesto con el surgimiento de las primeras culturas uro-puquinas, aimaras y quechuas (kechwa)1. El poblamiento de ambas riberas del valle de Arequipa, surcado por río principal (el Chili, denominación tardía), se ha consignado por escrito desde los cronistas de la conquista, el primer historiador peruano el Inca Garcilaso de la Vega, pasando por Buenaventura Fernández de Córdoba (1757), Francisco Xavier de Echeverría y Morales (1804) y, últimamente, Guillermo Galdos Rodríguez. Los pueblos ancestrales, son fácilmente identificables en la actualidad, pero muchos de ellos son producto de la política de desestructuración del virrey Francisco de Toledo (1572); otros quedaron en el papel. Antes de este gobernante, estuvo intacta la organización poblacional y política incaicas. Son tres décadas oscuras que es necesario rescatar de la documentación no solo local, sino también nacional y extranjera.
El establecimiento de los Incas en esta región denominada Contisuyo, no se produce con el gobierno de Mayta Capac, quien no salió de la circunscripción del Cuzco (Qosqo). Estudios etnográficos recientes han demostrado que el Inka que comenzó la expansión del Taguantinsuyo, fue Capac Yupanqui. Este Inca y su ejército conquistador fue uno de los primeros en llegar a este valle arequipeño. Estos encontraron pueblos originarios (llactarruna) y una gran población tributaria. Lo que trajeron los Incas fueron pobladores foráneos, por razones estratégicas, los mitimaes (mitmat) de las etnias cusqueñas, principalmente.
Los españoles incursionaron en el Contisuyo, en el que estaba comprendido el valle de Arequipa, tanto por la costa como por la sierra (Andes), alrededor del año de 1537. A esta parte los conquistadores hispanos le dieron el nombre del Nuevo Reino de Toledo, el mismo que estaba bajo el dominio de Diego de Almagro (1535-1538). Durante su periodo, éste gobernador, probablemente, ordenó e inició la fundación de algunos pueblos en su jurisdicción que abarcó hasta Chile. Hay elementos de juicio que indican una duplicidad de actos públicos (fundación, escribanías, etcétera). Sin embargo, con su derrota en la batalla de las Salinas (1538), se relegaron sus actos administrativos, y, fueron reemplazados por el bando triunfante: los pizarristas.
Cuando llega el contingente español-pizarrista al valle de Arequipa, que partió por febrero de 1539 desde el Cuzco, vía el Collao, aproximadamente, el 4 de junio de 1539, encontraron en este valle una nomenclatura poblacional propia, determinada y proficua, así como la denominación ya cuajada de Arequipa y su variable «Ariquipa», tal como se observa y comprueba en el mencionado protocolo luquense, y aún en otros posteriores.
«Ariquipa» es una creación incaica cuyo sonido nos acerca a su origen, y, «Arequipa» es la castellanización del término original, el mismo que perteneció a una etnia o comunidad originaria (llactarruna), tal vez, muy importante en el contexto histórico del siglo XVI. Estrictamente, ambos términos son castellanizados. Con los españoles arranca la historia que se consigna en el papel, por medio de la pluma de ave y la tinta líquida. Es la

1 Estas lenguas se evidencian en la extensa terminología propia y común de la parte sur del Perú. Los nombres de personas y lugares y el habla, están bien diferenciados. Es necesario un rescate y recopilación del bagaje cultural, no solo de las crónicas, sino también de las visitas, registros, informes, etcétera, compulsados con los lugares y el habla actuales, para el estudio histórico y lingüístico.

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