Los espejos y la literatura buscan reflejar la realidad, particularmente de
aquellos resquicios y superficies que una convivencia «normal» ocultan, transfiguran o distorsionan. Pero esta afirmación, desde el quehacer narrativo de Julio Avellaneda, parece jugar con parámetros un tanto
sui generis. Nada más perturbador que un espejo quebrado. Nada más
inquietante que una historia que refleja fragmentos de uno mismo resaltando lo que pretendemos ocultar y velando lo que más nos agrada exaltar. Desde el primer relato se impone la presencia de este artificio, por el que Borges expresó horror y espanto, pues se trata sin duda de un plano de la realidad que parece precipitar el fin de vínculos familiares, al menos en su más superficial apariencia. El derrotero de Avellaneda en estos temas y búsquedas se amplía en sus demás relatos, pero sin abandonar el sustrato familiar. Nada parece detener el resquebrajamiento, ni siquiera la imperiosa cohesión de lo ya dividido, pues toda sanación deja cicatrices del dolor, la traición y la desidia. Con una prosa segura y bien cimentada, Avellaneda ha reunido seis relatos que subyugan por la manera de exponer los abismos domésticos de personajes comunes, cuya trascendencia estriba no en el cúmulo de anécdotas, sino en los giros que dan de pronto en tanto protagonistas del impasse que les ha tocado superar. Así, desde el despertar sexual y el gozo por matar hasta el descubrimiento del poder transformador de un libro, paseamos por fracturas que reafirman más de una verdad lacerante.