Tenía el don de la palabra y la imaginación. Cada domingo, con su embrujada mandolina que parecía tener vida propia, se hacía dueña y diosa del pueblo. Sentada en la acera tocaba un peculiar huayno, ese mismo que cantaba como gorrión por las madrugadas mientras peinaba sus trenzas plateadas. Después y solo después de atraer como imán a medio pueblo y con los niños a su alrededor, susurraba cuentos que parecían ocultar oscuros vaticinios. Asustados y con la angustia en las pupilas, observábamos en silencio terrorífico su risa pícara, tierna y maliciosa. Sonrisa muda que nos permitía contar sus dientes ausentes.”
(Walmi tukuy yachaq)