El día amanece soleado, la claridad del cielo celeste cajamarquino impresiona. El sol se levanta entre los cerros que rodean la ciudad, parece una inmensa antorcha de luz amarilla iluminando todo. A lo lejos, una bandada de pajarillos negros con alas amarillas, que los lugareños llaman santa rosas, alzan vuelo buscando quizás un nuevo capulí para saciarse con la miel morada de sus innumerables frutos.
A las nueve de la mañana, el doctor Francisco Ruiz, vestido con un impecable mandil blanco, sentado en un amplio sillón de cuero, revisa y firma documentos como habitualmente lo hace en su oficina de la dirección del hospital Simón Bolívar. Desde el ventanal transparente que da frente a su escritorio, se puede apreciar el movimiento de personas que entran y salen de los consultorios médicos adyacentes, pacientes en sillas de ruedas impulsadas por enfermeras, personas caminando presurosas con un papel en la mano, y otras con cara de desesperación casi corriendo de una dirección a otra.