Con los decepcionados y desesperados del mundo, que en estos tiempos son muchos, los abogados y los estudiosos del derecho tenemos una gran deuda. Generalmente se concibe al derecho como la norma. Dicha noción está tan afincada en la conciencia de la gente que muchas veces se coloca al legislador en un sagrado pedestal. No obstante, si bien creo que el derecho sí puede ser la norma, no estoy de acuerdo con la condición sacra de quien elabora las leyes. Este último falla a menudo en su imparcialidad así como también yerra en ello el juez.
Ahora bien, no toda parcialidad frente a intereses sociales o fines ideológicos es deliberada, como piensan los principales críticos y denunciantes de la corrupción, sino que esta falta de neutralidad muchas veces se origina en la propia subjetividad del legislador. Todas las personas somos más o menos religiosas, más o menos familiares, más o menos politizadas, sociables, más de derecha o más de izquierda, o, para terminar, más o menos miedosas frente a los poderes sociales. ¿Podemos, por tanto, ser imparciales si estamos atrapados en esta condición humana?
Por ello, cuando todos los semestres, desde hace ocho años, inicio un nuevo curso de Introducción a las Ciencias Jurídicas, lo primero que busco en cada alumno es esa defensa cerrada de su inocencia. Inocencia que los lleva directamente a su imparcialidad. La juventud los aparta, para suerte de ellos, de los intereses. Lo que ellos dicen —salvo horrorosas excepciones— es lo que dictan los latidos de su corazón. Me he convencido, durante todos estos años, de que ellos sí son imparciales.