La Constitución de 1993 continúa con la tendencia de la Carta de 1979, al acentuar el carácter presidencial de la forma de gobierno peruano. De esta manera ratifica la histórica y sociológica tradición presidencialista; pero incorporando a su vez instituciones parlamentaristas que han quedado a merced del presidencialismo. Esta realidad y concepción unidimensional del ejercicio del poder responde al estado de conciencia de la población, que pone en cuestión a las instituciones políticas —neutrales y objetivas—, prefiriendo instituciones altamente personalizadas. Ello es estimulado por las élites de los poderes políticos, económicos, mediáticos y militares, pues, desde la teoría de las élites, estas pueden ejercer más poder sobre el presidente que a través de los procesos electorales (De Vega, 1987, p. 81).
La necesidad de un gobierno fuerte, con capacidad para tomar decisiones y con liderazgo en su ejecución, es concebida, por lo general, como la aceptación inevitable de un régimen presidencialista que, a decir de Duverger, es el típico caso de las repúblicas latinoamericanas: «dictaduras civiles» (1984, p. 607). Sin embargo, el gobierno y la administración de los asuntos públicos en un régimen democrático constitucional que pretende resolver los graves problemas sociales, económicos, políticos o de seguridad que se presentan en el Perú demandan por parte del Poder Ejecutivo resolver dos cuestiones básicas para la gobernabilidad: una, realizar cambios importantes y reformas estructurales y, otra, mantener la paz, el orden y la seguridad de todos.