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ISBN 978-612-49296-7-0

Historia crítica de la ciencia educativa
desde la prehistoria hasta Bandura


Autor:Padilla Guzmán, Manuel
Sánchez Cáceres, Victor
Juárez de la Cruz, Mónica Evelyn
Aguado Lingán, Aracelli Mónica
Vásquez Pauca, Mario José
López Novoa, Ibis Lizeth
Editorial:Mar Caribe de Josefrank Pernalete Lugo
Materia:Ciencias sociales
Público objetivo:Profesional / académico
Publicado:2023-07-05
Número de edición:1
Tamaño:5Mb
Precio:S/50
Soporte:Digital
Formato:Pdf (.pdf)
Idioma:Español

Reseña

La historia del ser humano como ser biológico, psicológico y social, ha atravesado por un largo y sostenido proceso evolutivo en la conformación de las estructuras que posibilitan su modo de vida en el mundo, tanto intrínsecas como extrínsecas, generando un tipo definido de organicidad antropológica, y en general, zoomórfica.
Ejemplo de lo anterior lo tenemos en las Cuevas de Altamira, en donde se constata un tránsito lingüístico del hombre primitivo a aquel que puede generar códigos o signos, es decir, mantener una comunicación abstracta, bien sea oral o escrita:
“La cueva de Altamira alberga uno de los ciclos pictóricos más completos del arte rupestre paleolítico europeo, y es en el techo de los polícromos donde alcanza mayor espectacularidad y excelencia. Hasta apenas hace tres años el periodo de realización de pinturas y grabados se fijaba entre hace 22000 y hace 13000 años, desde el Gravetiense final hasta el Magdaleniense inferior cantábrico. El proyecto de investigación de la cronología a partir de dataciones por las series del uranio en la calcita sobrepuesta a la pintura desveló en 2012 la existencia de una figura con más de 36000 años de antigüedad, lo que retrotrajo más de diez milenios la antigüedad del arte en Altamira. Altamira reúne todos los temas, técnicas y estilos artísticos del arte rupestre paleolítico cantábrico. Los temas representados son una selección intencionada de animales, signos abstractos y representaciones humanas. Si bien el bisonte es el animal más reconocido, auténtico icono de Altamira, es el ciervo –macho y hembra– el más representado a lo largo de toda la cueva y en todas sus variedades técnicas: grabado a línea, grabado relleno con estrías, dibujo y pintura. Completan el animalario de la cueva caballos, cabras y uros. Junto a ellos encontramos representaciones no figurativas, abstractas, que calificamos como signos. Al igual que en el caso de los animales, los signos repiten las formas típicas del norte de España y sur de Francia. Por último, con un porcentaje escaso, se hallan las figuras casi humanas, nada naturalistas, llamadas antropomorfos por su apariencia medio humana, medio animal e incluso en algunos casos, casi fantasmagórica. Dentro de esta categoría se incluyen las conocidas máscaras de la galería final de la cueva: unos simples trazos negros sobre las formaciones angulosas de la roca representan ojos, cejas, nariz y boca de unos rostros, dando vida a la roca y pareciendo que seres fantásticos surgen” (Fatás & Lasheras, 2014, p. 30).
Lo que evidencia el progreso cognitivo del hombre es la capacidad que desarrolló, evolutivamente, para generar signos, esto es, ideogramas convencionales con un contenido de significado concreto, que en primera instancia, obedece a lo mítico-mágico, como en el caso del bisonte en Altamira.
Los signos convencionales arbitrarios tienen su naturaleza, pues, a partir de lo tangible, la realidad concreta. Los materiales usados en la esfera abstracta son materiales de la esfera pragmática o utilitaria, tal como lo entiende Gustavo Bueno (1953):
¿Cuál es, pues, la esencia del poetizar? Porque, desde luego, poetizar no es hacer versos. Los versos son los ruidos que, con mayor probabilidad, anunciarán la presencia del temblor poético. Pero éste puede existir sin versos y recíprocamente: el terremoto muy profundo no altera el sismógrafo tanto como un leve y aparatosa resbalón de sus soportes. Es necesario, pues, retroceder hasta los mismos manantiales de donde brota la corriente poética. Pero ¿cómo describirlos? Voy a seguir un método de definición coordinativo. En lugar de considerar al poetizar en sí mismo, aislado de los demás movimientos espirituales, voy a tratar de determinar la posición que ocupa en el mundo total del alma, para obtener así una construcción relativa, pero de extraordinaria claridad y fuerza, de su esencia. Ciertamente que este propósito presupone una teoría de la estructura general del universo espiritual. Pero puede ser muy sucinta. Bastará, en rigor, atenernos a tres coordenadas, como en la geometría del espacio: sea una de estas líneas la idea de conocimiento; la segunda, la idea de voluntad, apetito intelectivo; la tercera, la idea de sentimiento o afectividad. Conocimiento, voluntad y sentimiento son los tres ejes del ‘espacio espiritual’, las tres categorías supremas de la esencia del espíritu. Personalmente, creo que el sentimiento es una subclase del conocimiento, una forma particular del conocimiento cenestésico; de suerte que más bien deberíamos considerarlo como un eje imaginario.
Doy como cierto, en consecuencia, que el conocimiento del hombre es, originariamente, de naturaleza práctica y técnica, y que la organización del caos en el mundo está llevada a cabo según ‘esquemas de acción’; es decir, que rigurosamente hemos tallado con nuestras herramientas los primeros conceptos, y las palabras son también, originariamente, símbolos de productos, de artefactos o de instrumentos. Para decirlo con precisión, de la técnica sacó y saca las ‘categorías’ para conocer el mundo, el entendimiento humano. Personalmente, no creo que sea necesario introducir una nueva potencia espiritual para verificar el tránsito al conocimiento especulativo (v. g.: una intuición a la manera de Bergson, o una actividad ideadora según Scheler). Es más sabia y armónica la teoría que defiende la identidad sustancial del conocimiento técnico y especulativo: porque los argumentos del operacionalismo pueden servir para debilitar las tesis intuicionistas (por ejemplo, la excesiva separación entre el homo sapiens y el homo faber, que lleva a Scheler al extremo de concluir que entre un chimpancé listo y Edisson –tomado éste sólo como técnico– no existe más que una diferencia de grado, aunque ésta sea muy grande); porque en el más depurado pensamiento especulativo se rastrean sin cesar vestigios abundantes del pensar operacional. Pero, en contra del operacionalismo, no creo que de ahí se deduzca con evidencia que el entendimiento esté configurado sobre la actividad técnica manual, tanto como que ésta se halla configurada sobre aquél. Así, pues, yo subentiendo que el pensar técnico constituye ya por sí una actividad espiritual superior, que no difiere esencialmente de las ulteriores actividades espirituales cognoscitivas: precisamente éstas sólo pueden advenir sobre las formaciones y resultados obtenidos por el ‘pensamiento manual’; existe así una continuidad admirable en la evolución del espíritu. Comienza éste a propósito de la actividad práctica, técnica, sobre el mundo; y él mismo, justamente por virtud interna de las relaciones entre los resultados ‘prácticos’, se eleva a la actitud especulativa”.
En concordancia con lo anterior, el animal de las Cuevas de Altamira es un signo que enuncia al bisonte –o ciervo–, en tanto mímesis o imitación representativa de un objeto a través de un “retrato”, empero, el animal de Altamira también es un ser divino, ya que el arte rupestre es un arte religioso. El bisonte, al mismo tiempo, era el animal que se cazaba y proveía de alimentos pero en simultáneo un dios al que se tenía que venerar, por ser la fuente de nutrición, siendo ese el sentido fundamental de ser representado en la roca (y en general, este es el sentido del arte rupestre primitivo). Sobre esta cuestión, Benjamin (2003) nos dice:
“Sería posible exponer la historia del arte como una disputa entre dos polaridades dentro de la propia obra de arte, y distinguir la historia de su desenvolvimiento como una sucesión de desplazamientos del predominio de un polo a otro de la obra de arte. Estos dos polos son su valor ritual y su valor de exhibición. La producción artística comienza con imágenes que están al servicio de la magia. Lo importante de estas imágenes está en el hecho de que existan, y no en que sean vistas. El búfalo que el hombre de la Edad de Piedra dibuja sobre las paredes de su cueva es un instrumento mágico que sólo casualmente se exhibe a la vista de los otros; lo importante es, a lo mucho, que lo vean los espíritus. El valor ritual prácticamente exige que la obra de arte sea mantenida en lo oculto; ciertas estatuas de dioses sólo son accesibles para los sacerdotes de la cella, ciertas imágenes de la Virgen permanecen ocultas por un velo durante gran parte del año; ciertas esculturas de las catedrales góticas no son visibles para el espectador al nivel del suelo” (pp. 52-53).
Por otra parte, con la concepción moderna, ilustrada, del hombre, se concibió que este era un ser a la fecha “superior” respecto de un hombre medieval o antiguo (como los de la vieja civilización sumeria o griega, verbigracia), sin embargo, en la presente investigación propondremos la hipótesis, que demostraremos a lo largo de la misma, del hombre como un ser esencialmente igual a lo largo del tiempo, cambiando solo accidentalmente en los aspectos generales de su contexto y medioambiente, de allí que el contenido educativo no sigue una linealidad cronológicamente ascendente del tipo “a mayor edad, mejor hombre y mejor carga informativa, memística o cultural”, sino que éste actúa sustancialmente idéntico a lo largo de su diacronicidad en el mundo, sincronizando a los individuos de diferentes tipos de cultura, edad, sexo y tiempo, permitiendo asimilar a los hombres todos en la categoría de “humanidad”.
Analizaremos, por tanto, las primeras expresiones simbólicas de los hombres prehistóricos, sucediendo a ello el contenido generado por las civilizaciones antiguas, pasando por el acervo medieval en sus diferentes tipos de manifestaciones culturales, culminando con las teorías psicológicas y educativas actuales, previamente analizado el período moderno o iluminista junto con sus respectivas críticas.

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