Novela, crónica, confesión, a ratos ensayo, o historia, o diario íntimo, Mi vida entre dos siglos aspira a ser una búsqueda del tiempo perdido. A diferencia de Un mundo para Julius —la consagrada inmersión en este género, que se circunscribe social y espacialmente a la clase alta limeña del último tercio del siglo pasado—, el libro de Aldo Fuentes explora aguas temporalmente abisales y nos
lleva de manos de su protagonista en un recorrido transversal y perpendicular por paisajes humanos en sierra, costa y selva. Y por si fuera poco, practica la genética y la embriología de una conciencia que quiere comprender la eclosión y “hervores” (el término es de Arguedas) de un país que es un bosque proteico de preguntas y un contrapunto de coros discordantes. Además, a diferencia de la novela de Bryce, que culmina con el fin de la primera infancia, acá el narrador innominado se acerca a lo que teme sean sus últimos años y se dirige al hijo,
aspirando que el testimonio le ayude a entenderse él mismo un poco.
Es este software testimonial el que conduce el tono del relato. Las torpezas, insuficiencias, caídas están ahí, a veces poco “decorosas” y no intentan ser barnizadas con los oropeles del winner que nos ha habituado a esperar la cultura de masas contemporánea. De alguna manera, el protagonista es un loser, un perdedor. Como lo fuera en su momento don Alonso Quijano, El Bueno. Pero esta sinceridad y sencillez le permiten por instantes abrir su ser al resplandor poético del mundo. Como confía al hijo en un momento, hacia el inicio: no hay hombre, por afortunado, humilde, banal o desdichado que sea, que no haya
tropezado alguna vez, si vive lo suficiente, con algún tesoro entrañable.