El general Quijote o Temístocles Pásara Ruesta era un varón
alto, flaco y desgarbado. Los huesos de su rostro, de sus brazos y de su cuerpo sobresalían visiblemente y le daban una apariencia de calavera con escasas carnes, de esqueleto disimulado
por sus ropas diarias. En sus mínimos gestos, en sus peculiares
movimientos, parecía que en cualquier instante se iba a desarmar. Y daba la impresión de que se sostenía por puro milagro.
De lejos o de cerca, el uniformado tenía una acusada semejanza
con el inmortal hidalgo Alonso de Quijano. El apodo de Quijote
se lo pusieron en la secundaria, pero él no lo sabía. Y, además,
no le hubiera importado porque no recordaba haber leído la
obra cumbre de don Miguel de Cervantes Saavedra. Pese a su
apariencia esquelética y titubeante el uniformado era un varón
fuerte y resistente, diestro en el asunto de las armas, rápido en
sus decisiones, eficaz en todo lo que emprendía, hábil para conquistar mujeres y en ocasiones bastante inclinado a empresas
descabelladas.