Entre las paredes húmedas y los calabozos del Instituto de Reeducación
de Jóvenes Delincuentes de Lima —inspirado en el infame
“Maranguita”, que el autor conoció de primera mano— deambulan
Carasa, Guto, Piojera, Chamo, Pigua, Quebrado, Lenguado,
Chiricuto, personajes sin nombre real repudiados por una ciudad
que nunca los quiso, por una sociedad que solo les ha mostrado
los dientes y los puños, por una justicia que no les ha sido justa.
Para todos resulta fácil olvidar que se trata de niños. Incluso para
ellos mismos. Y, sin embargo, soportan cada día una condena de
prepotencia, humillación y maltratos que solo parece romperse
el día que deciden fugar.
Pero todo sale mal. Y se pone peor.
Las autoridades de la prisión —los rostros visibles del poder—
intentan ocultar, como tantas veces, los abusos, sin contar con
que, a veces, las víctimas vuelven para poner las cosas en su sitio.
A gritos. Y entre gritos se da una nueva refriega, un motín que desencadena
la represión más salvaje, la locura perversa. El horror.
Coral, de asombrosa complejidad técnica; múltiple, violenta y
lírica a la vez, descarnada y conmovedora, desde hace poco más
de medio siglo Los hijos del orden, esta “novela maldita” y de
culto, ha subyugado a los lectores interpelándonos con una realidad
que persiste, que muchas veces preferimos no ver.