“Por la noche, no pude conciliar el sueño pensando en mi otro yo. En el yo que se escondía detrás de los cristales. La última vez que contemplé mi rostro, quedé pasmado por aquel intruso, el cual repetía con infalible exactitud mis movimientos precarios; como el reflejo de un animal, reproducido en un estanque prístino”.
“Siempre odié al señor Robinson. Solo eso alegaré ante su muerte. Lo odié, aún, desde aquellos supuestos años exentos de rencor que llamamos infancia. Si bien, era, yo, tan sólo un niño de nueve años, mi odio hacia él, era como el de un anciano malicioso”.
“Por fin, Mardonio sería libre. El dinero del cual había sido esclavo, pronto lo abandonaría para siempre. Seguiría sus ideales, convencido de lo abominable que puede ser un pedazo de papel que solo sirve para comprar vanidad”.