Como Luis Tejada saludó la aparición de Suenan timbres, en 1926, me gustaría salir al encuentro de El señor notario, de Alejandro Cortés González. Nada tan alejado de la poesía (colombiana) como los poemas de Vidales hace cien años, y nada tan cercano al mundo invisible que nos rodea, tétrico y sumido en los encantos de una Babilonia hipnotizada, como esta serie de cantos sorpresivos para la poesía colombiana. Bajo la sombrilla negra de abogados y notarios, Cortés, un poeta y narrador vivaz, un músico amasador del rock duro, construye unas relaciones nada líricas y muy poéticas.
En la manifestación van con él, bajo la orden notarial, todas las penurias y los goces desgastados del ser que logró voltear la esquina del siglo XXI. Humor, parodia, ironía, desfachatez, imaginación y fantasía, pensamientos veloces, oscuros, punzantes, con un dejo de escepticismo como para no perder la esperanza, tal vez, escuchando los versos de sus mejores cantantes, validando elipsis sorpresivas, haciendo la fuerza que la ley no tiene, sufriendo porque el hombre que soñó Vallejo aún no ha visto el pan sobre la mesa. Poesía loca dislocada acertada dura ruda bienqueriente capaz. Cosas que El señor notario firmó sin darse cuenta para fortuna de la historia.
Isaías Peña Gutiérrez