«Argos de la Fe» fue el calificativo que recibió el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición por parte de Francisco Antonio de Montalvo en su obra El sol del Nuevo Mundo, publicada en 1683. Para Montalvo, Lima le debía a la «vigilancia» del Tribunal «su limpieza» y, por ello, la ciudad correspondía «a la deuda con sagrados respetos y veneraciones agradecidas» (1683, p. 30). Para mayor abundamiento, otro autor, Pedro José Bermúdez de la Torre, en sus Triunfos del Santo Oficio peruano, aparecido en 1737, volverá a denominar al Tribunal como «un Argos de vigilantes ojos», que fulmina «desatado en espantosos rayos el castigo contra las astutas, venenosas, formidables serpientes de la heregía». Y añade que su acción se extiende contra «los rugientes, voraces, iracundos leones del judaísmo; manchados, fieros rabinos tigres de la apostasía; audaces, torpes, violentos osos del mahometanismo; obscuros, ciegos, deslumbrados topos de la idolatría; y vagas, fugazes, intrépidas langostas de la superstición y el sortilegio» (1737, f. 9 r,v). La comparación entre el personaje de la mitología griega y el Tribunal no puede ser más gráfica y elocuente. Argos, de acuerdo con la mitología grecolatina, era un monstruo gigante que poseía cien ojos, de los cuales siempre la mitad permanecía abierta y observaba atenta, mientras que la otra descansaba.