Leer una obra como Vivir para contarlo, del profesor Guillermo Mendoza Amaya, ofreciéndonos el testimonio de un milagro, que lo hizo recorrer un largo camino de dolor y angustia, en el cual estuvo involucrada su familia y los amigos, nos permite, para bien de la humanidad, comprobar que la fe constituye una fortaleza inigualable para vencer cualquier escollo terrenal, incluyendo la muerte. Además, el autor se encarga de hacernos notar que de los momentos difíciles nos nutrimos también de las mejores enseñanzas. Hecho que revela su condición de maestro.
Guillermo Mendoza, y es mi impresión personal, no pretende ingresar en el mundo de la literatura para esgrimir elocuencia o formalismos; es un grito de fe que quiere sacudirnos de nuestra indiferencia. Cada episodio que narra de su sufrimiento, desde la aparición de su enfermedad hasta la ansiada alta médica, contiene un mensaje distinto, una permanente gratitud, primero a Dios y luego a sus seres queridos. Convertido en escritor omnisciente, que todo lo ve y no escatima detalles, pero a la vez en personaje principal, nos encandila a seguir leyendo su historia; manejando muy bien los tiempos, detalles y pasajes importantes, sin descuidar mezclar lo poco bueno y lo bastante malo de los servicios médicos.