Por supuesto que una de las primeras cosas que hice, luego de darle la primera lectura a este poemario, fue buscar cómo es el verde vejiga. Aquel verde hoja hecho de bayas de espino en el siglo XVII. Un verde vibrante, con notas intensas de amarillo, como las hojas del otoño que empiezan a abandonar el verde puro y primordial y se tiñen suavemente con el cambio de la temperatura y el viento, preparándose a bailar, crujientes, en ese vaivén que les depara la corriente del invierno. El verde vejiga podría ser el color del tiempo y su circularidad. O como en los versos de Los colores: “todo origen se diluye con el paso del tiempo/ por eso el retorno es siempre una alegría” y por cada hoja seca que cae del árbol, nacen otras, relucientes en su verdor estival. Retornan. Como los poemas de Karina Valcárcel, que nos llegan por temporadas para gusto de nosotres, sus lectores.
Así como con los colores, Karina no nombra, ella sabe obtener: los olores, las texturas, los tamaños, los pesos y las pieles del dolor. Sabe distingir un tono del otro. Desplegar el relieve de los poemas, como trazos hechos con una espátula biselada que se desplaza por el lienzo; o a veces, dejar caer palabras como gotas gruesas que resbalan del pincel, sin miedo a manchar el espacio vacío.
Leer a Karina, también, es pensar cómo conversa su poesía con la de María Emilia o la de Blanca. Leer a Karina es pensar en sus dibujos con lapicero, en sus líneas, en sus colores y los de Jorge Eduardo. Pensar en la cabeza que Emilio Adolfo ha dejado descansar, porque Karina también en estos versos reposa su cabeza. Nos la entrega como un verso en una bandeja de plata.
Ka Luy de Aliaga