Los seres humanos en el mundo vivimos el día a día rauda, pero despreocupadamente. Aparentemente, nuestro comportamiento es responsable, tierno, empático, apasionado, alegre y feliz, es decir, normal; pero, esta supuesta normalidad no es más que una fingida realidad. Cada quien, muestra una careta que cubre un fardo de vicios, malas intenciones, vilezas y demás defectos morales y espirituales, llamada mediocridad.
Esta mediocridad es traída dentro de cada uno ancestralmente, desde el inicio de los tiempos, debido a la encarnación de los ángeles caídos en la mayoría de nosotros. Dicha encarnación trajo consigo una enfermedad llamada el síndrome de Luzbel, que se introdujo en el alma humana para trastornarla, pervertirla y rebajarla.
Nadie se da cuenta de ello, pero está allí, manteniéndonos encadenados a sus abyectos propósitos. No por algo somos partícipes activos o pasivos de actos inmorales o moralmente inferiores como ser generadores de guerras, genocidio, crimen, traición, corrupción y delincuencia; de actos amorales o moralmente mediocres como ser: desleales, mentirosos, politicastros, envidiosos, hipócritas, serviles, maledicentes, falsos moralizadores, insatisfechos, sinvergüenzas, caóticos e insensatos, resentidos, odiadores, miserables, conformistas, egoístas, indiferentes, inconscientes, fatuos, pesimistas, crédulos e incautos, necios y tener otros vicios más.
Sin embargo, existe una energía divina que también nos acompaña llamada heroísmo de Miguel, que está en una lucha constante con el síndrome de Luzbel para liberarnos de sus cadenas. El problema es que a nadie le interesa asirse a él, porque esos implicaría realizar cambios drásticos de actitudes, es decir, de desapegarnos de vicios que normalmente los pasamos como virtudes, solo, para obtener una aparente felicidad.