La agricultura ha sido, desde el surgimiento de las primeras civilizaciones, una actividad esencial para la supervivencia y evolución de las sociedades humanas. Más allá de su papel como proveedora de alimentos, constituye una base estructural sobre la cual se edifican dinámicas económicas, sociales, territoriales y culturales. En las regiones rurales de América Latina, el agro representa no solo una fuente de subsistencia, sino también un espacio de disputa política, de construcción de identidades colectivas y de resistencia frente a modelos de desarrollo excluyentes. En este contexto, la articulación entre agricultura y economía cobra una importancia renovada, especialmente en un mundo atravesado por crisis ambientales, inseguridad alimentaria y profundas desigualdades estructurales.