En las últimas décadas, la educación superior se ha visto inmersa en un proceso de transformación constante, impulsado por los cambios tecnológicos, sociales y económicos que redefinen las exigencias del mundo profesional. La universidad ya no puede concebirse únicamente como un espacio de transmisión de conocimientos, sino como un entorno dinámico orientado a la formación integral de ciudadanos capaces de enfrentar con solvencia los retos de un mercado laboral globalizado, flexible y altamente competitivo. Bajo este escenario, el rendimiento académico deja de ser una simple medida de memorización o acumulación de información, para convertirse en un indicador de la capacidad de los estudiantes para aplicar lo aprendido en situaciones reales, integrando competencias cognitivas, sociales y éticas.
El modelo tradicional de enseñanza, basado en la clase magistral y en el aprendizaje repetitivo, ha demostrado ser insuficiente frente a las demandas de una sociedad que requiere profesionales críticos, innovadores y con habilidades para la toma de decisiones en contextos de incertidumbre. Diversos estudios han señalado que la desconexión entre teoría y práctica genera problemas como el bajo rendimiento académico, la desmotivación estudiantil e incluso la deserción universitaria. Esta situación plantea la urgencia de replantear las metodologías pedagógicas, incorporando estrategias que favorezcan la participación activa, el pensamiento crítico y la vinculación del conocimiento con la realidad profesional.