Este libro no es un adorno literario ni un ejercicio de estilo; es una confesión, un espejo y, a ratos, un grito. Cada capítulo parece escrito con la tinta de la experiencia y, aunque muchas de sus frases hablen de soledad o de heridas, hay en cada palabra una obstinada voluntad de seguir. Escribir fue su manera de no quedarse quieto, de continuar respirando cuando el aire parecía escaso.
Este “desequilibrio estable” es una prueba de que no siempre es necesario alcanzar una perfección inmóvil para vivir en paz. A veces basta con encontrar un ritmo propio, aunque tambalee, aunque no encaje en las expectativas de los demás.