ISBN 978-612-48680-1-6

Reseña

Sin testigos y con el corazón en la mano, dirigido providencialmente y sin pérdida de tiempo, me tiré de rodillas al piso. Consciente de que existía un Dios santo, y ante quien había cometido la peor imprudencia de pedirle la muerte desde el cieno del pecado, ahora sabía que ese Dios me había dado la vida después de haber vivido a sus espaldas.

Le pedí perdón por mis pecados y le entregué mi vida sin reserva. No había protocolo, las palabras salieron espontáneamente de mi corazón; no tenía a nadie que me dirigiera en esa experiencia trascendental de mi vida. Dios lo permitió así, y desde ese momento sufrí una separación existencial: antes y después.

Hubo un paréntesis de tiempo. Disfruté de una paz insondable, un ambiente fresco inundó mi ser, y una seguridad inexplicable inflamó mi alma. Así, absorbido por mil preguntas, me acosté a descansar, en pleno mediodía, ya sin la opresión del diablo. ¡Jesucristo me liberó! Un ambiente de mundo desconocido, donde resulté ser especial.

Dormido, pude ver que un personaje glorioso ingresó y puso su mano sobre mí. Ahora sé que fue el Señor Jesús. Al despertar me hallé sano de la cirrosis; Jesús me perdonó, me redimió, me libertó de la opresión del espíritu del mal. ¡Bendito sea su nombre!

Como Tomás de la historia bíblica, escéptico en sus convicciones sobre la resurrección de Jesús, quien, al tocar y comprobar la verdad tangible y eterna, simplemente se rinde ante su soberano creador. La huella indubitable del ser supremo me sobrecogió: Me arrodillé en el acto y con lágrimas le dije: “Señor, si voy a servirte fielmente toda la vida, dame la vida, y si tú sabes que no te seré fiel ahora que te conozco, dame la muerte. Aunque amarga sea la muerte, no quiero vivir sin ti”. Le pedí la muerte y él me dio la vida.

Y desde ese entonces fui objeto de una transformación milagrosa. Mi mundo interno fue mudado, no tengo recursos lingüísticos para explicar; si no lo hubiese vivido, nunca hubiera escrito al respecto. Después de este acontecimiento que marcó mi vida, regresé a mi pueblo, Bagua Grande, en busca de mi esposa y de mis hijas a quienes había dejado. Ahora debía estar allí para restaurar mi hogar y servir juntos a Dios.

Todos sabían que mi esposa era hija del pastor Emilio Campos, reconocido en las Asambleas de Dios, la Iglesia del Nazareno y la Iglesia Evangélica Pentecostal, en cuyo seno Dios me ha permitido servirle hasta hoy. Esto ocurrió el 15 de enero de 1986. Tal experiencia marcó mi vida de forma radical; la considero una conversión dramática.