Hay textos narrativos literarios que funcionan de manera acertada para
trabajarlos en clase, con púberes o adolescentes; abren cauces y despiertan interés para el ingreso a ámbitos mayores, a una programación de clase, por ejemplo. Este, considero, podría ser una de las mayores virtudes de La ceguera es como el mar, de Jeremías Martínez, novela que reconfigura el escenario general de un entramado mitológico al que, tras la lectura de este libro, se consigue acceder de manera más llana y amigable.
Para este propósito, un perro, paradigma del amor incondicional y la fidelidad a toda prueba, se erige en nuestro visor privilegiado. A través de su sentido de orientación y su lectura perspicaz de los hechos, más que de su vista semivelada por la ceguera, asistimos a los hechos revelados. La novela no se detiene en elaboraciones mayores, sino que fluye como un viento fresco en la que la tierra es el lugar seguro para el empleo de un lenguaje sereno. En esta obra, una ficción se gesta al interior de otra. El componente fantástico se erige válido, admisible. Aquí, la ternura y la sensibilidad operan como el centro mismo de lo
dicho.
Su autor nos unta en los ojos una grasa de perro viejo y noble con la que
revisitamos escenarios harto conocidos: asistimos a las partidas de caza, los entrenamientos y las competencias, los preparativos para la guerra, los alejamientos consabidos, así como al retorno definitivo. Y es que, como reza el título de la obra, si la ceguera es como el mar, es porque doblega y desvincula, pero también y, sobre todo, porque concede y restituye.