Carlos Trujillo Ángeles nos entrega un fresco de besos, no al estilo de Klimt o del graffiti con el mismo nombre del ex muro de Berlín y que significó una crítica solapada a la “Doctrina Breznev”, impuesta a clavo y martillo a los países del este. Más bien, este libro es la recuperación de un clasicismo o romanticismo donde los amantes por una u otra razón sufren el vacío, el abandono, el rechazo o simplemente el desamor (¿amour et désamour?). Y es ahí donde encalla y suelta el ancla este autor que, por ratos, nos recuerda al narigudo de Cyrano de Bergerac que le dicta todo lo que Christian de Neuvillette le quiere decir a Roxana; “Las cartas literarias a una mujer” de Gustavo Adolfo Bécquer o Gérard de Nerval, cuyo trajín amatorio lo llevaría a sufrir graves trastornos nerviosos, depresión, sonambulismo y, finalmente, la esquizofrenia y el suicidio para, según Baudelaire, “librar su alma en la calle más oscura que pudo encontrar”.
Considero que lo importante de este libro, lleno de pasión y amor eros, primo del amor ágape y del amor filia, es su carácter a contracorriente. En un mundo donde es fácil contar con el otro, contar lo propio sin que esto sea necesariamente “auto ficción”, impone sus dificultades. Tanto por el riesgo de la privacidad expuesta como el riesgo estético literario o quizás porque nunca las cartas de amor pasarán de moda, quizás en literatura pura y dura, pero nunca en la vida diaria, donde la gente se ama con los dientes, con cuerpos sudados, a las visibles o “a escondidas”, como dice la canción, y siempre con cartas de amor que se guardan en baúles con olor a alcanfor y que lo leerán los nietos o extraños.
Carlos Trujillo Ángeles nos entrega así algo que es parte de sí mismo, intrínseco a su estro poético, y lo comparte con esa palabrita que a veces nos arde o nos duele pronunciar: “Amor, amor, amor”. Y en un mundo corroído por la mentira, el engaño y el odio, un libro dedicado al amor debería celebrarse con bombos y platillos. Y lo celebro.
Rodolfo Ybarra
Escritor y difusor cultural